Papa Inocencio III

“Usen contra los herejes la espada espiritual
de la excomunión: si esto no resulta efectivo,
usen la espada material”
Hoy día no es posible describir con exactitud la génesis de la fe cátara, pero en el Languedoc el movimiento se convirtió rápidamente en una fuerza no desdeñable durante el siglo XI. Los languedocianos no los hicieron blanco del desdén o el ridículo que hoy dispensamos a las confesiones minoritarias existentes en nuestra cultura. Llegaron a ser la religión dominante del país y siempre fueron tratados allí con el mayor respeto. Los miembros de todas las familias aristocráticas eran cátaros notorios, o simpatizantes que los ayudaban activamente.
Se puede afirmar que el catarismo era la virtual religión de estado en el Languedoc. Los llamaban les Bonhommes o les Bons Chrétiens, es decir buenos hombres o buenos cristianos, lo cual da a entender que no escandalizaban a nadie. Los analistas modernos, en especial los que consideran la cuestión desde la perspectiva de la Nueva Era, los presentan como un movimiento de pureza, un intento de retorno a los principios fundamentales del cristianismo. Aunque como veremos luego, asimilaron otras muchas ideas y sus doctrinas no estuvieron exentas de alguna confusión, sí es cierto que propugnaron un ideal de vida conforme a las enseñanzas de Jesús. Acusaban a la Iglesia católica de haberse alejado en exceso de los postulados originarios, en especial el de la pobreza apostólica. Por tanto, anatemizaban la riqueza y los fastos de la Iglesia, que juzgaban opuestos a lo que Jesús exigió de sus seguidores. Una consideración superficial tiende a explicarlos como precursores de la Reforma protestante, lo que no es el caso pese a que se dan algunas semejanzas. Los cátaros vivían sencillamente. Preferían congregarse al aire libre o en casa de un vecino mejor que en las iglesias, y aunque tuvieron una jerarquía administrativa con sus obispos, todos los miembros bautizados eran iguales, en lo espiritual. También postulaban la igualdad entre los sexos, y esto puede sorprender más teniendo en cuenta la época, aunque la cultura del Languedoc exhibía ya una actitud más ilustrada en ese mismo sentido.
Se abstenían de comer carne, eran pacifistas y creían en una especie de reencarnación. También practicaban la predicación itinerante, para lo cual viajaban por parejas que vivían en la mayor pobreza y sencillez y se detenían dondequiera que hiciese falta ayudar y sanar. En muchos sentidos cabe decir que los Hombres Buenos no eran un peligro para nadie… excepto para la Iglesia.
Dicha institución sí tenía numerosos motivos para perseguir a los cátaros. Éstos se declaraban adversarios fanáticos del símbolo de la cruz en tanto que morboso y funesto recordatorio del instrumento de suplicio en que Jesús halló la muerte. Aborrecían asimismo el culto de los difuntos y el consiguiente tráfico de reliquias, recurso principal con que la Iglesia de la época llenaba sus arcas. Pero el primer motivo de la enemistad eclesiástica fue que los cátaros no reconocían la autoridad del papa.
En el decurso del siglo XII varios concilios condenaron a los cátaros, pero fue en 1179 cuando ellos y sus protectores quedaron definitivamente señalados. Hasta esa fecha la Iglesia envió a misioneros, elegidos entre los mejores predicadores con que contaba, para tratar de obtener el «regreso al redil» de los languedocianos. Incluso el gran santo Bernardo de Claraval (1090-1153) fue enviado a la región, pero regresó exasperado por la contumacia de aquéllos. Sin embargo, y esto es significativo, en su informe al papa tuvo buen cuidado de señalar que, si bien los cátaros estaban sumidos en el error desde el punto de vista de la doctrina, «si examinamos su modo de vida no encontraremos ninguno más irreprochable».En toda la cruzada éste fue un rasgo invariable: incluso los enemigos de los cátaros tenían que admitir que la regla de vida de éstos era ejemplar.
Otra táctica ensayada por la Iglesia fue la de vencer a los heréticos con sus propias armas haciendo que sus misioneros actuaran como predicadores itinerantes. Entre los primeros, allá por 1205, estuvo Domingo de Guzmán, monje español y futuro fundador de la Orden de los Predicadores (luego conocida como dominicos o frailes negros, que suministraron la mayor parte del personal de la Santa Inquisición). Los dos bandos se reunieron para una serie de disputas públicas, una especie de espectáculo de la época pero mortalmente serio, aunque éstas no solucionaron nada. Por último, en 1207 el papa Inocencio III perdió la paciencia y excomulgó a Raymond VI conde de Tolosa por no haber procedido contra los herejes. Medida obviamente impopular, como se echó de ver cuando el legado papal que traía la noticia fue muerto por uno de los soldados de Raymond. Y ésa fue la gota que colmó el vaso; el papa convocó la cruzada contra los cátaros y contra quienes los ayudasen o simpatizasen con ellos. Esta proclamación se realizó el 24 de junio de 1209, fiesta de San Juan Bautista.
Hasta entonces se solía llamar a la cruzada contra los musulmanes, es decir unos «infieles» extranjeros que vivían en países tan lejanos, que apenas se tenía una noción de ellos. Pero esta cruzada iba a ser de cristianos contra cristianos, y se desarrollaba casi como quien dice a las puertas de la sede pontificia. Era muy posible que algunos cruzados conociesen personalmente a algunos de los heréticos que juraron exterminar.
La cruzada albigense, comenzada en 1209 con el asalto a Bézier, continuó con la mayor brutalidad conforme una ciudad tras otra iba cayendo en manos de los soldados bajo el mando de Simón de Montfort. La campaña duró hasta 1244, es decir que los cruzados dispusieron de un tiempo considerable para hacer de las suyas. Todavía hoy, en algunos lugares del Languedoc el nombre de Simón de Montfort suscita una reacción mezcla de temor y odio.
Las razones religiosas manifiestas de la campaña no tardaron en combinarse con otros motivos más cínicamente políticos. La mayoría de los cruzados eran oriundos del norte de Francia. Las atractivas riquezas y el poderío del Languedoc eran aspectos que nadie ignoraba. Antes del comienzo de la cruzada la región disfrutaba de una notable independencia; cuando aquélla terminó, había pasado a formar parte de Francia de una vez por todas.
Se mire como se mire, este episodio de la Historia europea resultó significativo en muchos aspectos. Además de ser el primer genocidio perpetrado en Europa, proporcionó un impulso definitivo a la unificación de Francia… Y también a la creación de la Inquisición. Pero hay sobrados motivos para pensar que hay en la cruzada albigense mucho más que un episodio de ferocidad antigua, y por mucho tiempo extrañamente olvidado.
Carcassonne, la joya de los cataros

Ruinas de un castillo Cátaro en Saissac, al otro lado de la Montaña Negra (Languedoc)

Lastours, sus 4 castillos sobre la cresta de la Montaña Negra jamás pudieron
ser tomados por los cruzados durante la campaña contra los cataros.


Los cátaros eran pacifistas, y además desdeñaban tanto la «vil envoltura carnal», que no tenían inconveniente en desprenderse de ella, aunque fuese por medio de un martirio tan horrible como la muerte en la hoguera. Durante la campaña, incontables millares de cátaros hallaron la muerte en las piras, pero muchos de ellos no dieron ninguna muestra de temor. A lo que parece, algunos ni siquiera sufrieron, como se evidenció cuando terminó el asedio a Montségur, su último reducto. Parada obligada para el turista moderno, Montségur se ha convertido en una especie de lugar mítico, al estilo de Glastonbury Tor.

Montsegur, el último reducto de los Cataros
Majestuosa ciudadela de piedra increíblemente encaramada en lo alto de una montaña. Es difícil imaginar cómo subieron los cátaros el material de construcción y los pertrechos. Una vez arriba, sin embargo, la resistencia se hacía relativamente fácil, porque los cruzados con sus caballos y armaduras no podían ni pensar en intentar la escalada.
Poco después de 1240 y conforme sus enemigos iban arrinconando a los cátaros sobrevivientes en sus reductos pirenaicos, ellos hicieron de Montségur su cuartel general. En tanto que refugio de unos 300 cátaros y más particularmente de sus cabecillas, para los hombres del Papa era el premio gordo, o como escribió Blanca de Castilla, la reina de Francia, refiriéndose a la importancia de Montségur, «[hay que] cortar la cabeza del dragón». Durante los meses que duró el sitio se produjo un curioso fenómeno. Varios de los soldados sitiadores se pasaron al bando de los cátaros aun sabiendo perfectamente cómo acabaría la aventura para ellos. ¿A qué motivos obedecería tan extravagante deserción? Se ha sugerido que los impresionó tanto el ejemplar comportamiento de los cátaros, que sufrieron una profunda conversión interior. Como decíamos, los cátaros se enfrentaron a la muerte cierta en el suplicio no ya con estoicismo, sino con absoluta tranquilidad… incluso mientras las llamas crecían a su alrededor, según se ha contado. A quienes recuerden los años setenta del siglo XX, esa descripción les evocará inmediatamente la imagen del solitario monje budista quemándose vivo para protestar contra la guerra de Vietnam: perfectamente inmóvil, en un trance sólo explicable por un largo entrenamiento y una disciplina inconcebible, mientras el fuego le mataba. Y los cátaros se preparaban a conciencia para la muerte, e incluso prestaban juramento de mantener la fe cualesquiera que fuesen los tormentos a que se viesen sometidos. ¿Quizá practicaban una técnica (endura) parecida de trance que les permitía soportar las torturas más extremas? En tal supuesto, habrían encontrado el secreto que los soldados de todos los tiempos darían cualquier cosa por poseer.
Como quiera que sea, la caída de Montségur creó muchos más misterios perennes que fascinaron a muchas generaciones, incluidos los nazis cazatesoros y los buscadores del Santo Grial. El misterio más duradero de todos es el relacionado con el supuesto Tesoro de los Cátaros, que cuatro de éstos lograron sacar la noche antes de la matanza. Esos intrépidos herejes consiguieron escapar de algún modo, se dice que descolgándose con ayuda de sogas por el despeñadero más escarpado, a favor de la oscuridad nocturna. Aunque se habían rendido formalmente el 2 de marzo de 1244, por razones nunca explicadas se les permitió quedarse en la ciudadela quince días más, tras lo cual se entregaron para ser quemados. Algunos relatos van todavía más lejos y señalan que bajaron y se metieron por su propio pie en las hogueras que los enemigos habían preparado en el llano, al pie de la fortaleza. Se ha especulado si solicitaron ese plazo adicional de gracia para realizar alguna ceremonia. En este punto no es fácil que llegue a saberse nunca la verdad. La naturaleza exacta del tesoro cátaro ha sido objeto de aventuradas especulaciones. Si hemos de tener en cuenta la arriesgada vía de escape de los cuatro sobrevivientes, no parece que fuesen sacos cargados de lingotes. Algunos postulan que debió de ser el Santo Grial – u otro objeto ritual parecido, de mucho significado -, mientras otros dicen que pudieron ser escrituras, o conocimientos, o que lo importante eran las personas de los cuatro cátaros en sí. Que tal vez representaban una línea de autoridad, o incluso personificaban, literalmente, el legendario linaje de Jesús. Pero si el tesoro cátaro era en realidad un conocimiento secreto, ¿qué forma revestiría éste? ¿En qué consistían, bien miradas, las creencias de los cátaros? Es difícil valorar sus doctrinas con ningún grado de precisión porque dejaron pocos escritos, y la mayor parte de lo que sabemos acerca de sus creencias proviene de sus enemigos, los inquisidores.
Como han señalado prudentemente Walter Birks y R.A. Gilbert en su libro The Treasure of Montségur (1987), se ha hablado demasiado de la supuesta teología cátara, cuando la atracción estaba, más probablemente, en su estilo de vida. Sin embargo, esa religión derivaba de una visión concreta del mundo, y se puede discutir de los orígenes concretos de ésta. Los cátaros fueron sucesores de los bogomiles, movimiento herético que floreció primero en los Balcanes hacia mediados del siglo X y seguía activo en esa región mientras los Cátaros se encaminaban hacia su destino fatal. El bogomilismo tuvo mucha extensión, alcanzando hasta Constantinopla, y por momentos constituyó un serio peligro para la ortodoxia. A su vez los bogomiles de Bulgaria eran los herederos de una larga sucesión de «herejías» y habían alcanzado una reputación peculiar entre sus oponentes.
Los cátaros eran vegetarianos no porque fuesen amantes de los animales, sino porque aborrecían la procreación, y comían pescado porque estaban convencidos de que los peces tenían reproducción asexual. En cuanto a su idea de la reencarnación, se basaba en el concepto de la «buena muerte», lo que significaba más comúnmente recibir el martirio por la fe. Si uno tenía la suerte de merecer ese final, no hacía falta que siguiera reencarnándose en este despreciable valle de lágrimas; caso contrario, tendría que regresar una y otra vez hasta que le saliera bien.
Algunos han intentado demostrar que el catarismo fue un producto exclusivamente languedociano. Lo cual es de una inexactitud manifiesta, aunque sí incorporó a su teología bastantes materiales de cosecha propia. Vale la pena observar que una aportación original de los cátaros fue la creencia de que María Magdalena había sido la esposa de Jesús, o tal vez su concubina. Aunque este conocimiento no se juzgaba adecuado para todos los cátaros, sino sólo para los admitidos al círculo más sublime, el de los «perfectos». No parece plausible que fuesen ellos los inventores de tal idea, puesto que eran virulentos enemigos de la sexualidad e incluso del matrimonio; quizá les horrorizaba tanto a ellos mismos que por eso la reservaban a quienes hubiesen demostrado ya la solidez de su fe. En este y otros asuntos, los cátaros se embarcaban en dificultades teológicas. Por ejemplo, cuando recomendaban a sus seguidores que leyeran la Biblia por sí mismos (a diferencia del catolicismo ortodoxo, que no escatimó esfuerzos para evitar que los laicos tuviesen acceso a las Escrituras), pero por otra parte forzaban reinterpretaciones radicales del relato bíblico para encajar sus creencias. El ejemplo principal de su reinvención del Nuevo Testamento fue la doctrina de la Crucifixión según la cual Jesús no tuvo cuerpo humano, sino que estaba hecho de una sustancia espiritual y ésa fue la que clavaron en la cruz. Aunque los textos bíblicos no justifican para nada esa interpretación, tuvieron que inventarla porque no concebían que el Cristo hubiese encarnado en la misma materia vil y despreciable que los demás hombres.
Así que la noción de que Jesús y María Magdalena hubiesen sido pareja sexual no tenía, a primera vista, nada susceptible de agradar especialmente a los cátaros. Y en efecto, éstos debatieron varias justifi caciones teológicas diferentes para explicar semejante matrimonio; seguramente habrían preferido ahorrarse la molestia si les hubiera sido posible rechazar la historia declarándola un completo absurdo. Tenemos ahí un indicio que apunta a la muy especial categoría de esa relación entre Jesús y la Magdalena en las creencias del Languedoc de la época: parte integrante de lo que las gentes del común creían sin discusión, y más todavía, elemento tan central de la visión cristiana en ese lugar del mundo, que no se podía ignorar, sino que era preciso debatirla. Y tal como ha escrito Yuri Stoyanov: Con la enseñanza de que María Magdalena fue «esposa» o «concubina» de Cristo aparece además una tradición original cátara que no tiene ninguna contrapartida en las doctrinas de los bogomiles.
Aunque la Magdalena fuese y sea todavía una santa curiosamente popular en la Provenza donde se cree que vivió, fue en el Languedoc donde hicieron de ella foco de creencias abiertamente heréticas. Y como no se tarda en descubrir, en esa región es también donde tales creencias suscitan pasiones asombrosas, rumores descabellados y lóbregos secretos.
Como hemos visto, la idea de que Jesús y María Magdalena fueron amantes también se encuentra en los evangelios de Nag Hammadi, ocultos en Egipto desde el siglo IV. ¿Cabe pensar que las creencias languedocianas en elmismo sentido procedan de esa fuente, o de otra común? Algunos estudiosos y en especial Marjorie Malvern han especulado sobre si el culto de la Magdalena en el sur de Francia conservó esas primitivas ideas gnósticas. No faltan indicios de que así fue.
Hacia 1330 aparecía en Estrasburgo un notable tratado titulado Schwester Katrei o «Hermana Catalina», atribuido al místico alemán Meister Eckhart, pero más probablemente obra de una de sus discípulas, según convienen todos los entendidos. Expone una serie de diálogos entre la «hermana Catalina» y su confesor sobre la experiencia religiosa de la mujer, y aunque incorpora muchas ideas ortodoxas, tiene ciertos rasgos que no lo son tanto. Por ejemplo, declara expresamente que «Dios es la Madre Universal…» y revela con claridad una fuerte inspiración cátara así como la influencia de la tradición de los trovadores o Minnesinger. Esta obra extraordinaria, en el sentido de que se expresa con insólita franqueza, relaciona a la Magdalena con la Minne u homenaje amoroso a la mujer. Y todavía más interesante para nosotros, ha dado mucho que pensar a los investigadores porque contiene ideas acerca de María Magdalena que no se encuentran en ningún otro lugar, excepto los evangelios de Nag Hammadi: la describe como superior a Pedro porque supo entender mejor a Jesús, y aparece la misma rivalidad entre ambos. El tratado de la hermana Catalina incluso describe incidentes concretos que también figuran en los textos de Nag Hammadi. La profesora Bárbara Newman ha descripto con estas palabras el apuro en que se encuentran los académicos: «El hecho de que Hermana Catalina utilice estos motivos plantea un espinoso problema de transmisión histórica», y confiesa que es «un problema real, pero sorprendente». ¿El autor de Hermana Catalina manejó en el siglo XIV unos textos que no fueron descubiertos hasta el siglo XX? No puede ser coincidencia que el tratado refleje la influencia de los cátaros y los trovadores del Languedoc, y la conclusión obvia es que éstos transmitieron el conocimiento de los evangelios gnósticos en relación con María Magdalena; es posible que estos secretos no estuvieran sólo en los textos que hoy conocemos como los de Nag Hammadi, sino asimismo en otros de parecido valor y que aún no hayan sido redescubiertos. Por eso llama la atención que exista una arraigada creencia en la naturaleza sexual de la relación entre la Magdalena y Jesús en el sur de Francia. Una investigación inédita de John Saúl ha recopilado gran número de alusiones a tal relación en la literatura del Midi hasta el siglo XVII inclusive. Aparecen concretamente en las obras de gentes vinculadas al Priorato de Sión, como Cesar, el hijo de Nostradamus (publicada en Toulouse). Puede verse en la Provenza que dondequiera que haya santuarios de la Magdalena también se descubre algún emplazamiento relacionado con Juan el Bautista. Una de las pocas escrituras sagradas que nos han quedado de los cátaros es el Libro de Juan, llamado también Liber Secretum. Se trata de una versión gnóstica del evangelio de otro Juan muy diferente; en buena parte es idéntico al evangelio canónico, pero contiene varias «revelaciones» añadidas que supuestamente recibió en privado el «discípulo predilecto del Señor». Éstas contienen ideas dualistas y gnósticas, en correspondencia con lo demás que sabemos de la teología de los cátaros. En este libro Jesús enseña a sus discípulos que Juan el Bautista era en realidad un emisario de Satán (el Amo del mundo material), enviado para adelantarse a la misión salvífica. Idea debida en principio a los bogomiles, y ni siquiera aceptada por todos ellos, ni por todos los cátaros. Muchas sectas cátaras tuvieron acerca de Juan ideas bastante más ortodoxas, y de hecho se tienen incluso indicios de que los bogomiles de los Balcanes celebraban ritos en el día de su festividad, 24 de junio.
Lo cierto es que los cátaros tenían en especial consideración el evangelio de Juan, que según al parecer de los entendidos es el más gnóstico del Nuevo Testamento. (En los círculos ocultistas circula un rumor persistente en el sentido de que los cátaros tenían otra versión del evangelio de Juan, hoy perdida, y muchos de aquéllos han registrado los alrededores de Montségur a ver si lograban encontrarla, aunque sin éxito por ahora).
Ciertamente los cátaros tuvieron ideas no ortodoxas por más que algo confusas acerca de Juan el Bautista, pero ¿conviene que nos tomemos en serio sus nociones acerca de un Juan malo y un Jesús bueno? En estos términos, tal vez no, pero algunos comentaristas han apuntado que la relación entre los dos quizá no fue tan sencilla como se ha dado en creer entre los cristianos. La idea de los cátaros representa posiblemente la reducción más simplista, de acuerdo con el dualismo de su filosofía: el uno bueno, el otro malo. En tal caso, sin embargo, se deduce lógicamente que los consideraban opuestos, pero iguales. También se infiere que los cátaros veían en ellos a unos rivales; eso desde luego no corresponde a la visión cristiana tradicional, y revela que desde hacía mucho tiempo existían desconcertantes dudas, al menos en esta región, sobre si Juan fue partidario de la misión de Jesús o no. Tal como ocurre con la relación entre la Magdalena y Jesús, parece que se tuvo de la que hubiese entre Juan y Jesús una idea radicalmente distinta de la que enseña la Iglesia.